Alguien escribió en una novela no muy
buena: “... con ese cielo increíble que miente sobre la ciudad que se extiende
debajo.” Bogotá es mentira, todo el tiempo.
Nombrada diosa de la roca en las alturas,
es en verdad una vestal del diablo, puta sureña y princesa del norte, siempre a
punto de romper en llanto. Un maquillaje negro de otras divas le brota por los
ojos y no deja de escurrírsele mejillas abajo. Y se pinta color estaño las uñas
de concreto a punta de aguaceros y agua bendita y aguardiente. Se las pinta, se
las come en punta y las clava en los tobillos de cerros incólumes que viven
vomitando neblinas verdes por las fosas nasales y derramándoselas a ella
encima. Y ella les clava las uñas y los dientes para no caerse del miserable escenario,
demasiado alto para ella y para todos nosotros.
Se dice dueña del aire, pero le arden los
ojos. Le duele la luz. Vive con párpados de acero entrecerrados porque está
demasiado cerca de una inmensidad que no la quiere, de un cielo a veces tan
bajo que parece una pared sucia, embadurnada de blancos y grises.
A ese cielo, otras veces sospechosamente
claro, es al que tratan de mentiroso los malos escritores: pero no se puede
saber si es él quien miente sobre la ciudad que tiene debajo... no está claro
que la haya mirado realmente alguna vez, que la conozca y esté en medida de
reconocerla. Tampoco está claro que la ciudad esté bajo el cielo... porque hay
momentos... hay momentos en que los charcos inmensos, de plomo inmóvil, son
como orificios hacia la verdad: la ciudad real está en verdad debajo de ésta
que se ve, se accede a ella por esos orificios, y está patas arriba, como debe
de ser, con ese cielo ya debajo de ella como una laguna, donde los árboles se
bañan las copas y las casas los tejados.
Bogotá ciudad tarántula que avanza sin
darse cuenta, y resbala y se agarra para no caerse de su tacón puntilla. Bogotá
torpeza. Bogotá humedad. Bogotá Prometeo. Bogotá sin descanso, sin paz, sin
aliento.
Bogotá.