Ya he escrito esto muchas veces, o se lo he dicho a muchas personas colocándome en el papel del que aconseja, y va a sonar a precepto ético o a ley de vida de esas que escriben los sabios y que no le sirven a los mortales comunes... pero creo que nunca me había visto realmente atrapada así.
Hablo de la distancia que separa las cosas como son de las cosas como uno quisiera que fueran.
En esa distancia, en ese tramo que recorremos sin cesar y en reversa desde la realidad hacia nuestro antojo, allí se gesta y reside toda la amargura del mundo.
Tampoco se trata de aferrarse a un concepto cristiano según el cual se ha de vivir con el "así sea" al borde los labios y del corazón, en una entrega permanente de nuestro ser y de nuesto anhelo a la santa resignación frente a lo que acontece. No. Porque no dejo de ser un ente libre, responsable y sin excusas con respecto a lo que hago con mi propia existencia.
Sin embargo, está bastante claro que es sólo partiendo de las cosas tal como son, del ser que soy tal como es, de una aguda consciencia de "lo que hay", que puedo aprehender esa responsabilidad y ejercer esa libertad que rige -dramáticamente, no digo que no- mi existencia.
Sólo a partir de lo que ES se puede decidir e inventar lo que será, ojalá lo más cercano posible de lo que se desea.
Hoy me siento angustiosamente libre y responsable, pero en este preciso instante no logro ser otra cosa que mi anhelo, mi deseo. Y entonces, al ser deseo únicamente, se me ausenta la fe y se desdibujan -por negarlos- los contornos de lo que ES, aquí y ahora.
Soy deseo en contra de la realidad, en contra de la existencia, soy dolor, entonces, y desencanto. Y soy -porque la actividad de la mente es imparable- proceso, y sólo proceso.
[Pero es igual, si total, aquí no vinimos a ser bonitos, como dijo una vez un borracho en una buseta]