08 septiembre 2008

el caminante



“Apareciste”, dije.
Y enseguida me reí. Él nunca había desaparecido. Él siempre había estado ahí. La que de repente aparecía ante él, ante la historia, ante los días y la muerte, con toda mi existencia a cuestas, en aquel preciso punto del rumbo detenido, era yo. La que había andado durante días los senderos del cementerio con el anhelo de lo repentino y de lo esperado; la que había venido por caminos dolientes a través de los años, intentando un amor tras otro y perdiéndolos uno tras otro, con un estruendo cada vez más callado de cristal que se rompe en lo más adentro de los adentros; la que se había ahogado cien veces en las mareas de la rutina para terminar constatándose siempre sana y salva; la que había partido y regresado mil veces, de los lugares, de las personas, de los recuerdos, de sí misma, perdiéndose, desapareciendo a veces casi por completo, para encontrarse por fin allí, limpia, completa, humilde, enternecida y única, era yo.
Y Diego siempre había estado allí, dormido y en vilo. Como esperándome.