12 abril 2010

Tarde de lluvia en Bogotá

Me es intensamente misterioso cómo las empleadas de las panaderías saben diferenciar con excelente precisión los cruasanes de jamón y queso de aquellos que traen sólo queso o sólo jamón. Unos y otros son para mí totalmente idénticos. Y he constatado que no es una cuestión de posición en la bandeja, de coordenadas preestablecidas allá detrás de la vitrina. Lo sé porque, al quedarme discretamente espiando los pedidos siguientes al mío, noto que el señor del paraguas de Hertz pide el mismo cruasán de queso que yo, el de sólo queso, y la señorita de gorra y delantal blancos, agarra uno del montón diametralmente opuesto al cual contenía mi cruasán. Se lo entrega al señor que no sabe donde apoyar el encartoso paraguas parasol de Hertz y yo observo la reacción de éste al morder el primer bocado: me parece evidente que dentro de cinco, cuatro, tres, dos, uno, el señor va a hacer una mueca mientras ausculta atentamente el interior del "pan cacho", y luego va a dirigirse hacia el mostrador para que sea corregido el error. Pero no. Pasan los segundos y los bocados, y el señor cuyo paraguas de Hertz terminó en el suelo no protesta por encontrar jamón en su cruasán.
No obstante, con lo resignados que son los colombianos, pienso que tal vez éste decidió quedarse con su cruasán de jamón, o de jamón y queso, para no crear revuelo o para no perder tiempo. Entonces, me acerco y le pregunto. Señor, ese cruasán ¿es de jamón? o ¿de jamón y queso? Nótese la estrategia en dos etapas: primero una pregunta que se contesta por sí o no, e inmediatamente después otra igual, para que combinadas anulen la posibilidad de tan expeditiva respuesta. Además, no le pregunto si es de queso, que fué lo que él pidió, no. Para que no quede la menor duda en cuanto a la naturaleza del relleno del cruasán. Es de queso, contesta y me muestra. Nos miramos asintiendo ambos, como si hubiésemos hecho un importantísimo descubrimiento científico de esos que generan ceños fruncidos de la concentración e índices y pulgares en las barbillas. Gracias, le digo, que tenga un buen día. Y el señor contesta: con este aguacero...! sin terminar su frase: todos sabemos lo que queremos decir con ese inicio de frase... nada en especial. De nuevo asentimos los dos.
Parece que va a escampar, dice el señor. Sí, parece, respondo yo. Y oigo una voz, allá en el mostrador, que pide "un cruasán de jamón y queso, por favor", y cuando miro las manos de la señorita... sin vacilación cogen el cruasán del mismo montón que el del señor.
Es un gran misterio.
El aguacero en vez de escampar, antes tal encrucijada de cruasanes, arrecia. Termino por acercarme a la señorita del mostrador, para preguntarle cómo es posible que ella sepa a ciencia cierta, siempre, cual cruasán contiene qué. Le digo que he estado observándola y que los cruasanes son visiblemente idénticos vistos de por fuera, y están dispuestos aleatoriamente, entonces, me parece sospechoso que ella sepa siempre elegir el que es. Tal vez, sugiero sin ánimo de ofender, juega ella a una especie de ruleta rusa de cruasanes, entregándole a cada cliente uno al azar y apostando sobre el relleno que traerá, y en tal caso, me gustaría saber cuales son sus estadísticas... me detengo cuando constato la mirada atónita de la mujer que, al ver que me detengo, frunce el ceño y me dice: ay, coja oficio, ¿sí? y se va hacia la parte de atrás, la bodega.
El misterio quedará pues sin resolver. Y es igual, si total: afuera siguen lloviendo perros y gatos.