20 junio 2011

un campo de silencio y soledad

Ahí está – gritaste de repente. Sólo duró un instante la pausa de tu índice recto señalando hacia el sur y, aunque a mi me tocó encoger los ojos y estirar el cuello para ver la pirámide, con el sudor esponjándome las cejas y las arrugas, tu échaste a andar muy decidido por entre la rastrojera, en línea recta, sin buscar un camino o prever un posible obstáculo.
Ibas como aguja de brújula, atraído por eso que llevábamos horas buscando, guiados o más bien protegidos por un hombre que no recuerdo cómo se llamaba pero sí que tenía un nombre como para personaje de cuento macondiano, y es que la situación era macondiana, válgame el cliché. Un cementerio abandonado, con rastros de reuniones nocturnas, botellas y fogatas aquí y allá por entre las ruinas del pueblo, y las tumbas mudas, enmontadas, separada por una especie de pudor natural, dándose siempre la espalda, tapadas por un silencio como una capa de ceniza caída siglos atrás y largamente tasada. Un campo santo cuyo desorden era en realidad el orden del dolor de los vivos. Los vivos siempre tan temerosos de su fallida memoria, poniendo marcapáginas en los libros y estelas de piedra en los recuerdos. Para no olvidar, no por nada más. Simplemente para no olvidar, o por lo menos, para recordar cuando es necesario.
En todo caso, echaste a andar con prisa y yo te miré un instante, fascinada por mi capacidad de sentir tu ansiedad, contagiada del fervor impaciente de la búsqueda, y de la fascinación del hallazgo.
A campo traviesa, por entre malezas mustias, no avanzábamos lo suficientemente rápido para tí, y es que parecíamos coágulos nadando en un ambiente húmedo, denso y caliente como sangre, embadurnados de una mezcla pegachenta de sudor y repelente. Ibas delante, yo ponía los pies en tus pisadas y el hombre nos seguía, sin preguntar, sin opinar. Fuimos a dar a una cerca que bordeaba una cañada hundida entre los dos campos, y alzaste los ojos hacia la pirámide como para verificar que seguía allí o para calcular el ángulo del desvío que nos tocaba hacer y poder así localizarla de nuevo después de salvados los obstáculos. Aceptaste perderla de vista entonces, para bajar hacia la cerca y la cruzaste, y me aguantaste los alambres, el de abajo con el pie, el de arriba con la mano. Cuando los tres estuvimos del otro lado y nos giramos para calcular el cruce del riachuelo, una manada de novillos perplejos parecía una multitud de puntos de interrogación. Se acercaron hasta donde su miedo y nuestra aprensión ponía la frontera de la proximidad entre hombres y bestias, y nos observaron atentos cruzar la asequia descalzos, elevando micrófonos y cables y cámaras por encima del pecho.
Remontamos un pequeño barranco, a paso demasiado lento para tí que alargabas el cuello buscando en el cielo vacío el rastro de la pirámide, y cuando ésta apareció de nuevo, repentinamente cerca, ya ibas casi al trote hacia ella. Yo me acerqué más despacio. El campo estaba vacío salvo por la pirámide levemente excentrada. No recuerdo el momento de acercarme a esa tumba vacía de tu padre y tu hermana. La recuerdo algo resquebrajada y la explicación de cómo era inicialmente y de cómo le habían aconsejado a tu madre que tuviera cuidado con los ladrones de tumbas. Recuerdo sobretodo haberme dado la vuelta y haber alzado los ojos del suelo, con la sensación de no haberlo hecho en varias horas, y haber recorrido los distintos planos del paisaje hacia el norte, donde en medio de la cordillera azul se abría el cañón perfecto de la avalancha.